Las comparaciones

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Se muere Nelson Mandela y casi nadie se resiste, con el pretexto de rendirle homenaje, a llevar el agua a su propio molino, a arrimar el ascua a la sardina particular de cada uno. ¿No podríamos intentar fijarnos en las personas o en los hechos para saber cómo son, o como han sido en sí mismos, en vez de buscar de inmediato comparaciones que casi siempre son ficticias, y hasta a veces ofensivas? Mandela no es como Gandhi, ni como Martin Luther King, por no mencionar a algún facineroso al que lo he visto comparado por ahí. Mandela es, fue, como Nelson Mandela, y para aprender algo sobre él, alguna lección práctica de su ejemplo admirable, nos hace falta la atención, casi la cortesía, de fijarnos en él, en lo que fue y en lo que hizo, no en convertirlo en monigote de nuestras propias obsesiones, ideales o prejuicios.

En todas las comparaciones históricas hay un grado mayor o menor de fraude. La historia, escribió no recuerdo quién, es la ciencia de las cosas que suceden una sola vez. Cada momento histórico es tan complejo que no puede repetirse. Me acuerdo de cuando, en los preparativos de la guerra de Iraq, se decía que Sadam Hussein era como Hitler, y que los reacios a apoyar la invasión éramos como quienes en 1938 querían apaciguar a la Alemania nazi. O de cuando en la España ya remota de 2006 se hablaba como si viviéramos en la España de 1936. O de esas comparaciones patrióticas que Artur Mas va esparciendo en sus viajes por el mundo, viajes bastante tintinescos, dice Elvira, con los gorros y tocados correspondientes a cada país que visita. Unas veces Cataluña es como Israel, aunque también como Palestina; poco después es como la India en rebeldía gandhiana contra el imperio británico; pero también ha sido Lituania, y en ese caso la opresión española ha sido como la de la Unión Soviética, etc. Por mucho que le calentaran la cabeza quienes lo rodeaban y lo mangoneaban, el pobre Largo Caballero no era “el Lenin español”, igual que Manuel Azaña no era un Kerensky que abriera la puerta de la República a los bolcheviques; Gil Robles era bastante reaccionario, pero no un nuevo Mussolini. Las presuntas semejanzas solo sirven para distraer de las diferencias. La Alemania nazi solo se parece a la Alemania nazi. Para explicar el sufrimiento de un grupo humano perseguido no hace ninguna falta compararlo con la persecución padecida por los judíos. Paul Preston es un gran historiador, y la represión franquista tras la guerra civil fue espantosa, pero no es serio hablar del “Holocausto español”. Uruguay nunca fue la Suiza de América. Andalucía no es la California de Europa. Estocolmo no es la Venecia del norte. El flamenco no es el blues de los gitanos. La dictadura franquista no fue como la de Argentina. Hugo Chaves no era como Fidel Castro. Cristina Kirchner no es como Eva Perón. En cada comparación hay una gran parte de pereza y a veces otra de delirio. Me acuerdo, en los primeros tiempos de Zapatero, de una conversación con uno de sus colaboradores fervorosos, que por cierto perdió el entusiasmo no mucho después. No se me olvidará nunca su comparación extraordinaria, cuando le pregunté qué tal le iba: “Tío, estar en Moncloa con ZP es como haber estado en Camelot con JFK”.